jueves, 8 de enero de 2015

HISTORIA DE UN ESPEJO

Hola a todos.
Aquí os traigo un nuevo fragmento de mi relato Historia de un espejo. 
Faltan, contando éste, cuatro fragmentos para terminar. Y quiero que subir un fragmento diario.
Os invito a que sigáis leyendo esta historia tan curiosa.

                            Pasó algún tiempo hasta que fui vendido.
            A falta de tener una dueña que se mirase en mí, era Talía la que cumplía con aquel menester, por lo que, incluso en pleno mercado, me cogía para ver su rostro reflejado en mi cristal y, claro, me elevaba por los aires. Era el peor momento del día, pues temía que me soltase; acabaría por el suelo, el cristal se rompería y, entonces... En fin, el caso era que no podía tener el privilegio de sudar ni de vomitar, pero sí podía morirme de miedo, que lo único que podía hacer. Aunque, reconozco que valía la pena el mal rato. Talía era una mujer muy hermosa y, en algunos momentos, deseaba ser un espejo grande para que su cuerpo, digno de Venus, se viese reflejado en mí, tal y como se lo merecía. Creo que la primera mujer en mi vida a la que deseé fue a Talía.
            Deseaba ser el encargado de espantar a las moscas que venían a atosigarla cuando estaba en su puesto. Deseaba ser aquel gatito negro que se acurrucaba en sus pies y que le ronroneaba con dulzura. Deseaba ser uno de los pajarillos que se acercaban a comer del pan que ella le echaba para pasar el rato hasta que se acercaba algún cliente.
            Todos los días, ponía su puesto de las primeras y se sentaba en una silla a esperar la llegada de la gente. El mercado siempre estaba lleno de personas que iban decididas a comprar. Había un joven, de unos veinte años, que se ponía tocar la lira en mitad del mercado.
            Era muy conocido por allí. Confieso que me cayó bien.
            Era bastante sociable. Se relacionaba con todo el mundo. Siempre estaba riendo.
Se llamaba Set y era sobrino del Emperador. Lo hacía por gusto. Tenía una voz preciosa, pese a que se notaba que era patricio, y era la mascota de los comerciantes.
Un joven extraño…Pero a Talía le llamó la atención. Una curiosa relación se desarrolló entre ellos.
 Siempre se ponía a tocar la lira al lado del puesto de Talía. Recitaba poemas de un tal Ovidio con la lira con una maestría que me llegaba al alma. La gente se paraba sólo por el deleite de escucharle cantar. Me consta que le lanzaban monedas, creyendo que era un mendigo, pese a que sus ropas no eran pobres: vestía una túnica marrón de corte elegante que dejaba al descubierto sus piernas y parte de los muslos. Set devolvía las monedas entre risas y guiños. El personal ya no se extrañaba. ¿Cómo hacerlo viviendo en un sitio como Roma?
            Me encariñé con Set. Deseé convertirme en él. Quería que mi espíritu se encarnara en su cuerpo... ¿No hay un dicho que dice: “Ten cuidado con lo que deseas porque podría hacerse realidad?” Algo parecido iba a pasarme con Set. El único problema era que ambos no lo sabíamos.
            Set se quedaba a comer con Talía. Ella solía traer ensaladas de frutas de su casa y la compartía con el niño. Mientras comían, hablaban de sus cosas. Otras veces, callaban. Simplemente, disfrutaban de su compañía.
- Me siento más a gusto en tu compañía que el Palacio, con mis padres y mis tíos.
- Y yo soy feliz cuando estoy contigo. Eres un niño muy especial.
- Le pediré al tío Constantino que no te haga daño si se enfada sólo porque no eres cristiana.
-¡Qué encanto!
- Mi padre dice que, como el tío Constantino es cristiano, debemos todos convertirnos, aunque sólo sea por darle el gusto a él y a la abuela Helena.
- Debes de obedecer a tu familia.
- Lo sé, pero no me gusta que me digan lo que tengo que hacer y lo que no tengo que hacer; no sé si estoy preparado para dejar de adorar a Júpiter y ponerme a adorar a Cristo, como el tío Constantino y la abuela Helena pretenden que haga.
            Desde mi privilegiada posición de espejo, podía escuchar el ruido que hacían el sobrino del Emperador y la vendedora al masticar la fruta. Sobre todo, las uvas y las naranjas.
Eran tiempos de cambios. Set los sentía. Además de ser sobrino del Emperador, era un niño muy inteligente y se daba cuenta da las cosas. También se daba cuenta del miedo que sentía Talía de acabar en la arena del Coliseo por seguir sus costumbres. Si digo que se respiraba un ambiente de venganza contra los adoradores de los dioses del Olimpo por lo ocurrido siglos antes, sería exagerado, pero así era como sentía el aire que ellos respiraban. Me imagino que Talía y Set sentirían terror ante lo que estaba pasando a su alrededor, pero Talía se mantenía fiel a sus costumbres, pese a todo. En aquel sentido, se parecía mucho a Sura, que siempre se había mantenido fiel a sus ideales, pese a todo lo que había vivido. Y la quería por ello.
De vez en cuando, pasaba por allí algún guardia del Emperador. Pero lo hacía más por vigilar a Set que por espiar a Talía.
Recuerdo una conversación que compartieron Set y Talía mientras comían ensalada de fruta en el mercado un mediodía bastante caluroso:
- A veces, he llegado a creer que eres más feliz estando conmigo en este puesto que en el Palacio, con tus padres- dijo Talía- Eso me llama la atención, porque te están criando para que ocupes un buen puesto en el Senado. ¿Lo sabías?
- Lo sé- replicó Set- Y pienso que todos los miembros del Senado son unos manipuladores que desean gobernar el Imperio.
- Como todos. Dime tú si conoces a alguien que no desea ocupar el puesto de tu tío. Cariño, ya sean ellos paganos o cristianos, todos los seres humanos deseamos gobernar a nuestros semejantes y tener poder.
            Talía se había fijado en el brillo de los ojos de Set cuando los tenía puestos en ella, por encima de su plato de madera mientras comían. Era increíble la relación que había entre ellos. Como si fueran ellos madre e hijo. Cuando Set tenía que irse, había lágrimas en los ojos en el momento de despedirse de Talía. Solían despedirse con un abrazo. Ella le daba un beso en la frente o se lo daba él a ella en la mejilla. Sus conversaciones, por lo general, iban de temas trascendentales a alegres charlas sobre tonterías. Había una gran comunicación entre ellos que, lo confieso, envidiaba. No, no eran madre e hijo. Pero no necesitaban esa clase de lazos para estar juntos y ser felices.
            Me fijé en que, durante el almuerzo, Talía no dejaba de mirar por encima del puesto a la espera de algún cliente. Se me antojó que bebía del vino que se había echado en su vaso de barro demasiado rápido. Pero eran pocos los que se acercaban a comprar espejos. Los cristianos tenían (y tienen) fama de ser modestos. La mitad de Roma era cristiana. Talía se desesperaba al ver que los clientes potenciales no se fijaban en nosotros. Quizás, temían ir al Infierno si compraban a uno de nosotros. Yo lo sentía mucho por Talía.


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