sábado, 3 de enero de 2015

HISTORIA DE UN ESPEJO

Hola a todos.
Hoy, empiezo a subir mi relato Historia de un espejo. 
Me gustaría poder sorprenderos con esta historia que se sale de la línea de lo que suelo escribir.
¡Me alegro de haberla terminado!

                                ¡Hola! Soy un espejo y estoy elaborado de cristal. Como ya sabéis, el cristal viene del cuarzo, o sea, del bióxido de silicio, que es un mineral que puede ser de un color o de otro y puede ser también componente de roca. Lo que quiero decir es que no tengo ni padre ni madre, ni tengo apellidos, ni siquiera un nombre. Alguien especializado se encargó de fabricarme. A mí y a muchos otros como yo. La persona que me fabricó sí que puedo decir que es mi padre y también mi madre y los demás espejos son mis hermanos. Me agrada decir que no soy único. Ahora me llaman objeto, a secas, como si no fuera otra cosa. Se creen que no sirvo para nada. ¡Y mienten! Desde que tuve mi primera dueña en el siglo IV, muchos han sido los que se han mirado y se han vuelto a mirar una y otra vez en mí tantas veces que creo que he llegado a aborrecer sus rostros y sus quejas tontas.
-¡Ay, que se me cae la toca!
-¡Ay, que no puedo asistir al banquete despeinado!
-¡Ay, que tengo un ojo morado!
-¡Ay, que me ha salido un grano!
            Pero no quiero hablar de eso. De momento.  
Soy un espejo normal, pero lo soy ahora.
            Ahora.
            Antes, no.
            Sé que no me explico muy bien, pero, verán, cuando aquella persona especializada en hacer espejos me creó, me hizo de forma pequeña y ovalada. Hay espejos de varias formas y tamaños: grandes, cuadrados, redondos... Yo salí, como ya dije, pequeño y ovalado.
            Desde que fui creado, allá, por el siglo IV de la era cristiana (me gusta mucho presumir de edad porque soy uno de los espejos más antiguos que se conservan en la actualidad porque fui creado en el año 312), desde el primer momento, yo ya sabía que había sido creado, junto con mis hermanos, para ser vendido en un mercado (antes no había tiendas modernas como las hay hoy) y que mi futuro dueño o mi futura dueña se pasaría las horas muertas delante de mí, alabando su belleza física y con un ejército de sirvientes y de doncellas retocando su aspecto.
            Ignoraba cuando iba a salir al mercado, pero estaba impaciente, ese era la verdad. Me imaginaba a mi nuevo amo (un noble frívolo que siempre anda preocupado por si se ha hecho un rasguño en la cara durante el combate o si le había salido un grano), o a una dama obsesionada por ir siempre bien arreglada y con ropa elegante.
            ¡Dios!   
            Los recuerdos que tengo de donde fui creado son más bien escasos. Estaban muchos espejos metidos en aquel oscuro y pequeño lugar. Una vez a la semana, se llevaban espejos  para ser vendidos. He sido testigo de cómo se han llevado a hermanos míos para ser vendidos. Intuía que estaban contentos de servir para algo. Allí, en aquel lúgubre sitio (hoy día es conocido como almacén), nos íbamos amontonando. Fue un período horrible. Nadie hablaba ni se miraba. Lo único que podíamos hacer era pensar, soñar e intuir.
            Sobre todo lo segundo.
            Los espejos podemos experimentar sentimientos, pero, al no estar dotados con el don del habla, no podemos hablar sobre nuestros deseos más ocultos. Yo soñaba con hablar con los humanos, con exponerles mis pensamientos y mis opiniones con respecto a ellos, con decirles si eran guapos o feos, que mirarse para verse las heridas o corregir un peinado deshecho por el viento era una soberana estupidez...
            Así muchas cosas.
            Yo no tengo nada de intuitivo, pero un día empecé a sospechar que muy pronto iba a ser vendido. Recuerdo que antes de que sospechara aquello, varios de mis hermanos se amontonaban encima de mí. Como era incapaz de decir algo, tenía que soportar aquello y sentí varias veces que me asfixiaba. No podía respirar. Fue un período que duró mucho tiempo y que fue tan horrible que prefiero no recordarlo.
            Lentamente, con el paso de los meses diría yo, noté (los espejos también pueden notar cualquier cambio que se produzca en el ambiente) como el peso que sentía sobre mí iba descendiendo poco a poco. Un día, noté como quitaban los últimos espejos que quedaban encima de mí. Sentí una sensación de alivio y pude respirar a gusto, sin asfixiarme. Recuerdo que, durante aquellos días que estuve solo, sentí muchas ganas de empezar con mi humilde misión; también sentí ilusión, emoción y un millón de sensaciones.
            Una noche, antes de ser llevado al mercado, ocurrió aquello que cambió para siempre mi vida y que marcaría mi futuro. Verán, resulta que el hombre que me fabricó volvió a su casa, mi padre, volvió a su casa y dejó cerrado aquel lugar. Si aquel sitio era oscuro por el día, lo era aún más por la noche. 
            El caso es que oí un ruido y me sobresalté. Pensé que era un ladrón. Había oído hablar mucho robos y de asaltos a casas y a sitios como el taller de mi padre.
            Luego, me tranquilicé. No era cuestión de ponerme paranoico. Mi oído era, por aquel entonces, muy limitado. Pensé que habría sido el viento, aunque aquella noche no soplaba ni una gota de brisa.
            Recordé una charla que mantuvo mi padre con Sura. La recuerdo como una mujer que llevaba un vestido rojo muy llamativo e iba pintarrajeada. Debía de tener unos cincuenta años ya largos y era aún espectacular y hermosa. Vivíamos en una aldea situada  a pocos kilómetros de Roma. Era una aldea cuyo nombre en latín no me acuerdo, pero sí recuerdo su traducción a la lengua romance: El Baño. Aún se creía allí en los dioses del Olimpo y en algunos dioses romanos. A Sura la llamaban los vecinos ramera porque decían que se acostaba con los hombres por dinero. Una forma muy suave de llamarla puta. Pero el caso es que Sura era muy amiga de mi padre. Venía mucho por su casa. A mi padre lo recuerdo como un hombre de unos sesenta años, aún atractivo y fuerte, a pesar de su edad, soltero y sin más hijos que sus espejos.
            Recuerdo que Sura era una mujer que tenía el pelo largo y liso, color del cobre, un rojo muy intenso, y que llevaba recogido malamente en un moño. Tenía los ojos muy claros, aunque no recuerdo exactamente su color. Quizás…Sus ojos eran de color gris. Gris claro…Gris oscuro…No se sabía a ciencia cierta. Era una mujer que tenía que mirar muy de cerca y fijamente, casi a tientas, a la persona con la que hablaba porque se decía que era miope. Habían aparecido en su rostro varias arrugas que ella pretendía disimular echándose kilos de pinturas, aunque, cuando estaba al natural era más guapa que cuando se preparaba para ir a la taberna. Mi padre solía definirla como una mujer muy seria. Un poco fría. Controlada en sus sentimientos. Lo había pasado muy mal en la vida. El hombre que la explotaba como prostituta también la maltrataba.
            De un tiempo a aquella parte, Sura se emborrachaba todos los días con vino en la taberna, pero siempre lo hacía al mediodía. El camarero, un tal Talos, que era de origen griego, le servía todo cuanto le pedía, pero temía a su explotador. Por lo visto, el hombre controlaba a otras mujeres, aparte de Sura, y odiaba verlas borrachas. Era un hombre violento y solía emplear el látigo contra ellas. Sura lucía una amplia gama de latigazos en la espalda por lo que pude ver en varias ocasiones.  Mientras bebía vino, ella le hacía confidencias a Talos porque era un hombre discreto y porque no quería ir a casa de mi padre estando ebria. Sura decía que su hombre obligaba a niñas de entre diez y doce años a acostarse con hombres de más de setenta años todas las noches  y temía que hiciera lo mismo con su propia hija, una niña de corta edad que había trabado una amistad muy buena con la amiga de mi padre.
- Draco insiste en que me case con él, pese a que no nos amamos; y todo porque quiere retirarme de esta mierda de vida que llevo en este asqueroso lugar- le comentó en una ocasión Sura a Talos.
            Mi padre tenía un alma cristiana pese a que era pagano en una aldea que tenía un alto índice de cristianos convertidos, y tenía la intención de salvar a su amiga de las garras del ogro.
- Nodux se enfadará mucho contigo si te casas con Draco, porque el matrimonio significa abandonar esta vida y sólo fornicar con tu marido; y tú eres la favorita de Nodux y de los clientes de este tugurio- afirmó Talos.
- Tú no sabes el Infierno que estoy viviendo al lado de ese miserable que se cree que soy de su propiedad- contestó Sura.
-¡Le odio!
            Sura bebió un largo trago de su vaso de vino y eructó.
            Sé, porque oía a mi padre murmurar sobre ello una y otra vez, que el terror era lo único que ataba a Sura con Nodux. Tengo la sospecha de que ella venía a nuestra casa a escondidas, porque siempre aparecía con el rostro y el cabello cubierto con un velo para evitar que la gente la reconociera.
- Hay gente que viene a este mundo a sufrir y a padecer y yo, tras vivir en un ambiente de miseria, con un padre que me maltrataba y dos hermanos que abusaban sexualmente de mí, creo que terminaré muriendo como una puta pobre, vieja y fea- se lamentó Sura.
            El vino le estaba haciendo efecto de una manera más rápida de lo habitual. Nodux había castigado a las chicas a estar varios días sin comida y eran varias las que habían caído enfermas.
- Pero es posible que a ti te levante el castigo antes; todo el mundo comenta que, de una manera rara y retorcida, Nodux está completamente enamorado de ti- comentó Talos.
            La idea de que el proxeneta estuviera enamorado de ella hizo que el estómago de Sura se revolviera de asco. Se sirvió más vino en el vaso y se lo bebió todo de un trago, procurando no pensar demasiado. El rumor de que Nodux estaba enamorado de ella no era nuevo, pero, ¡gracias a Júpiter!, nunca la había obligado a acostarse con él. Sura odiaba con toda su alma a aquel hombre tan miserable que, no sólo la maltrataba a ella, sino que también se ensañaba con su mujer y con su hija. La niña se llamaba Luna Primavera. Oí rumores de que Sura no podía tener hijos, un castigo de los dioses, decían. Se podía decir que ejercía de segunda madre con la niña.
            Sé de buena tinta que Sura había intentado huir en diversas ocasiones del lado de Nodux, pero era una tarea imposible porque siempre acababa encontrándola. Debo de decir que le cogí cariño a la amiga de mi padre porque era una mujer que, pese a su tragedia vital, era amena y locuaz. De haber podido, le habría suplicado a los dioses que tuvieran compasión de ella. Lo estaba pasando realmente mal al lado de Nodux. De haber podido hablar, le habría suplicado a mi padre que la cogiera en una de sus visitas y subieran a bordo de algún barco con destino a Hispania para rescatarla de Nodux.
            Un día, Sura se presentó en casa. Saludó a mi padre con dos besos en las mejillas y se fueron a dar una vuelta por el bosque, como era su costumbre. A mí me dio pena porque deseaba ir con ellos, disfrutar del aire puro que se respira fuera de casa y ver cómo era el bosque (no iban a la aldea porque mi padre no quería que los vecinos los criticaran). Me imaginé cómo sería una conversación entre ellos mientras paseaban porque Sura tenía un timbre de voz muy sensual. A pesar de todo lo que dijeran de ella, debo de admitir que apenas se entretenía retocando su aspecto y pasando las horas muertas mirando cómo su imagen se veía reflejada en mía. No voy a entretenerme haciendo un dibujo sobre el aspecto físico de Sura, pero debo de decir que ella ha sido la única mujer cuya belleza, a pesar de las pinturas que debía de llevar por su profesión, ha valido la pena que se viera reflejada en mí.
- Hace un día precioso.
- Con tu presencia se hace aún más hermoso.
- Eres un maldito adulador, Draco, ¿lo sabías?- ¿He mencionado que el nombre de mi padre era Draco?
- Sólo digo la verdad.
- Aún consigues que me ruborice.
-¿En serio?
- Eres un ser muy especial, Draco.
-¿Por mi nombre?
- Por tu nombre y por todo; eres distinto.
- No todos los hombres son malos.
            Hasta que volvían a casa podían transcurrir horas y, como no podía moverme de donde estaba ni hablar con mis hermanos, el tiempo se me hacía eterno y, puedo jurarlo, me aburría desesperadamente y deseaba el retorno de mi padre y de Sura.
            Cuando volvieron a casa, tomaron asiento en el banco que había al lado de la mesa de la sencilla cocina. Mi padre cogió dos vasos de barro y una jarra de vino también de barro, los llenó hasta los bordes, le dio a Sura uno y él se quedó con el otro.
- ¡No me puedo creer lo que me has dicho!- comentó mi padre en tono de incredulidad.
- ¡Juro por Dios que es verdad!- insistió Sura.
- Pero el palacio de nuestro señor... atacado por unos... ladrones...
- Increíble.
- Pero cierto.
- Escuché una conversación entre dos de mis vecinas.
-¡Ah! Son ese par de cotorras que sólo saben meterse en las vidas ajenas.
- Escuché que, anoche, nuestro señor dio cobijo a un grupo de viajeros que se encargó de amordazar a todo el mundo, de amenazarlo y de llevarse todos los objetos de valor.
- Te estarían tomando el pelo.
- La gente de la aldea no bromea con en estos asuntos.
-¿Y eso?
- Tienen tan poco...
- Creo que me moriría si alguien me robara uno de mis espejos.
            Vi como Sura cogía una de las manos de mi padre, se la llevaba a los labios y se la besaba con una ternura que, de buena gana, me hubiera hecho llorar.
-¡No digas eso!- le pidió.
- Cuéntame cómo fue el robo- le pidió mi padre a su vez.
- No sé mucho, tan sólo lo que le he oído decir a las vecinas de mi calle y poco más- Vi como Sura tomaba un largo trago de vino.
- Es que el castillo de nuestro señor parece tan... inexpugnable- definió mi padre.
- Pero, por lo visto, hay gente lista: alguien se coló en el castillo haciéndose pasar por un sirviente nuevo y no fue fácil ganarse la confianza de alguna criada diciéndole cuatro tonterías para llevarle hasta los lugares donde estaban sus tesoros- le explicó Sura.
-¿Y qué me dices de los viajeros que llegaron anoche al castillo?
            Sura se encogió de hombros mientras mi padre bebía un trago de su vaso de vino.
- Probablemente era el resto de la banda... no sé... - dudó.
- ¿Sospechas de alguien en particular?- le preguntó mi padre.
- De mi hombre.[1]
- Comprendo.
            Vi como la mano de Sura temblaba al coger su vaso para llevárselo a los labios.
- Es el único ser de la aldea que se me ocurre capaz de llevar a cabo un plan tan perfecto- comentó. Mi padre la miró fijamente y ella le hurtó la mirada.
- Comprendo- repitió mi padre.
- Es un granuja, un mal hombre, pero es muy inteligente, muy hábil y muy astuto; sobre todo a la hora de obligarnos a que realicemos nuestro trabajo- le explicó Sura con voz dolorida.
- Comprendo- repitió mi padre por tercera vez.
            La conversación derivó hacia las súplicas que le hizo mi padre a Sura para que abandonase su trabajo y se casara con él. No la amaba, pero la quería como a una hermana y quería protegerla de aquel a quien llamaba su hombre. Sura tampoco lo amaba, pero agradecía su oferta, aunque le tenía tanto miedo a aquel tipo que no quería abandonarlo.
- Sura, ¿por qué no nos casamos? Tú y yo nos llevamos bien y podríamos ser felices juntos.
- Porque tú no me amas, Draco, y yo tampoco te amo. No saldría bien.
- Pero abandonarías tu trabajo y a ese mal hombre... ¡No puedes seguir así!
- Es lo único que sé. Además, en este trabajo no está obligado nadie a concebir un hijo y dentro del matrimonio sí. Yo ya no estoy capacitada para ser madre. ¡Soy demasiado vieja!
- Nunca me hicieron gracia los niños. Estoy seguro de que sería un padre desastroso. Un matrimonio no necesita tener un hijo para demostrarse que se ama, Sura.
- A mí siempre me gustaron los niños. Sé lo que se siente al ser madre y deseo llevar a cabo, en esta ocasión, la tarea de criarlo, aparte de darle la vida, Draco.
- Si no quieres casarte conmigo, al menos, deja tu trabajo.
- No puedo. Ese hombre sabe que su esposa es amiga mía y que yo le he cogido mucho cariño a la niña que tienen ambos. Me ha amenazado con hacerles daño. ¡No quiero que les pase nada!
-¿Podrías pensártelo al menos?
            Dejé de pensar en el asunto de Sura para centrarme en el robo. Pasaron varios días y no podía estar tranquilo. Temía que alguien entrara a robar a casa de mi padre. Éste no solía atrancar la puerta alegando que no tenía miedo porque no poseía ningún objeto de valor, pero los espejos estaban considerados como un artículo de lujo y, por lo tanto, algún valor teníamos, lo cual me ponía los pelos de punta. Empecé a vivir en un estado de permanente psicosis, asustándome ante cualquier ruido que oía, especialmente de noche; y la conversación que oí un día entre dos vecinas de mi padre en la calle no sirvió para paliar mis mermados nervios.
- Le he pedido a mi marido que entierre nuestros anillos de bodas en el bosque.
- Desde que robaron en el castillo de nuestro señor, las cosas han cambiado.
- Antes dormía con la ventana abierta. Ahora, está tapada por madera y temo que, cuando llegue el verano, nos asfixiemos.
- Ahora, dormimos todos en la misma cama. Los niños están aterrorizados y, lo confieso, yo también.
-¿Y quién no? Mi marido y yo dormimos con un cuchillo, por si alguien entra a robarnos.
- Tenemos muy poco y no lo queremos perder.
- Nuestro señor se puede permitir el lujo de perder algunas joyas. Él es rico y esas cosas se reponen. ¿Y quién repone las cosas que podríamos perder?
-¿Lo dices por el dinero?
- No. Por el cariño que le tenemos.
            Mi miedo se convirtió a partir de ahí en auténtico pánico y yo no sabía hasta qué punto iba a cambiar mi vida.
            Como ya saben, yo iba para ser un espejo como otro cualquiera. Faltaba poco tiempo para ser llevado al mercado. Aquella inolvidable noche, el cuarto estaba muy oscuro como de costumbre. Mi padre llevaba ya rato acostado cuando, de pronto, oí un ruido y me sobresalté. Pensé que sería el hombre de Sura. Venía a robar a uno de nosotros como represalia contra mi padre por ser amigo de Sura. A la luz de la luna, vi a un hombre de largas barbas, pelo gris largo por detrás y con una pronunciada calva que estaba despeinado, la tez sucia y una larga túnica de color azul marino, vieja y remendada por los codos. Le pedí a Dios que fuera por el dinero. Pero en casa había muy poco dinero. El mayor de mis temores se convirtió en una espantosa realidad cuando, y de forma tonta, hice la siguiente reflexión.
- Un ladrón siempre busca dinero, pero esta es una casa llena de espejos y mi padre apenas tiene dinero y no tiene ningún objeto de valor. Entonces, ¿qué hace aquí?
            De haber podido, me habría echado a llorar de terror. No temía por mí, sino por mis hermanos.
            Le oí sonarse los mocos y pude ver, a la luz de la luna, sus dientes negros como el cielo nocturno. La túnica estaba sucia. Mi principal teoría fue que cogería a uno de nosotros y se lo llevaría consigo para verse en él. No tenía interés en que el hombre de Sura quisiera robarnos para mirarse en nosotros. Quise sentir alegría por mis hermanos. Por fin, uno de nosotros iba a empezar a funcionar y no tendría que esperar a que alguien lo comprara. A nuestros oídos habían llegado rumores de que se podía tardar días, semanas, meses e, incluso, años en ser vendido. Total que, gracias a esa asquerosa persona uno de nosotros se libraría de ese calvario de esperar, esperar eternamente.
            De repente, noté como una mano me agarraba y me elevaba lentamente hacia arriba. Juro que me asusté mucho. No se me había pasado por la cabeza que el escogido podría ser yo.
            Salimos de casa de mi padre mi nuevo amo y yo. Cruzamos a paso lento toda la aldea y seguimos caminando. Para tranquilizarme, repetía una y otra vez que iba a mi nuevo hogar. Todo estaba más oscuro que de costumbre porque, cuando salimos de la aldea, mi nuevo amo me metió dentro de un saco donde había hierbas y palos de madera.
            Yo soy, por si no lo he explicado antes, un espejo de mano. Soy pequeño y de forma ovalada. Tengo un mango y puedo ser sostenido por una sola mano para que la persona que quiera se vea reflejada en mí.
            De repente, noté que nos parábamos. El saco lo llevaba al hombro y me sobresalté cuando noté que lo bajaba. Una de las manos de mi nuevo amo abrió el saco, la metió y tanteó entre las cosas que allí había hasta que, por fin, me agarró. Salí de forma cuidadosa del saco y me elevé por los aires hasta que sentí que mi cuerpo descendía con lentitud y me ponían en el suelo (digo que era el suelo porque era un sitio muy duro). Ahí sí que no pude seguir disimulando mi terror. ¿Qué era lo que iba a hacerme aquel sujeto?
            De pronto, oí una voz ronca y masculina que me sacó de mis dudas. Era la voz de aquel hombre, del desconocido que me había robado.
- Soy el mago Cien- dijo -, creador de espejos mágicos. Te escojo a ti para ver más allá del mundo, para hablar y poder comunicarte con los humanos.
            Siguió hablando durante mucho rato, pero yo ya no podía escucharle porque tenía la mente puesta en otra parte. Sus palabras me habían dejado helado. ¿Qué quería decir aquel individuo? ¿Qué me iba a pasar? Fuera lo que fuera, tenía la sensación de que no me iba a gustar nada.
            Lo peor fue cuando empezó a echarme por encima una especie de líquido brillante y viscoso y pronunció unas palabras en un idioma que yo no pude entender. Era noche tan oscura como calurosa y ese líquido era tan refrescante que alivió el gran calor que sentía.
            Lo que yo ignoraba era que estaba formando parte de un ritual en el que me convertía en un espejo mágico. ¡Qué inocente era en aquel entonces!
            Divisé unas luces muy potentes que se meneaban de forma rápida. Quedé como cegado y pude oír los gritos que lanzaba el tal Cien. Acto seguido, golpeó el suelo con unas piedras que cogía y tiraba a mi alrededor. Temí que alguna de esas piedras llegara a golpear mis cristales, aunque no ocurrió eso por fortuna.
            El ritual siguió. Recuerdo bien que aquella noche no soplaba ni una pizca de aire, pero sentí que una brisa fresquita recorría mi cuerpo. Cien agitaba en el aire dos de las ramas que había en su saco. A continuación, sacó un cuchillo y me asusté, aunque, por inercia sabía que, dependiendo de su caída, me rompería o no. Pero no ocurrió eso. Recorrió varias veces mi cuerpo con el filo del cuchillo de forma lenta.
            Luego, sentí varios ruidos: gemidos, risas, gritos, lloros... Unos eran muy fuertes y los otros eran muy bajos. La mano de Cien me agarró y me elevó por los aires. Intenté ahí relajarme, pero me era imposible porque estaba demasiado asustado.
            Cien me agitó de arriba abajo, de derecha a izquierda, se hizo viento conmigo y me pasó de una mano a otra. Unas veces era más rápido; otras veces era más despacio. Acabó dándome vueltas completas de manera muy rápida.
            Cuando volvió a depositarme en el suelo, iba yo mareado. No recuerdo el resto del ritual. Sólo recuerdo que sentí que me metía dentro de un saco más pequeño que el primero y que me agitaba con fuerza. Empecé a rezar y a pedirle a Dios que hiciera que aquel ser acabara enseguida. No quería formar parte de aquel extraño ritual, pero, evidentemente, el tal Cien no pidió ni quiso mi opinión. Y en mi situación no podía mover ni un músculo.
            Dios se apiadó de mí y escuchó mis plegarias. Al cabo de un rato, el ritual acabó. Cien me había untado con mejunjes y líquidos, había pasado varios papeles por encima de mí y me había puesto en una ocasión boca abajo, pasando su mano con lentitud, casi deslizándose, sobre mí. Ahí sí que casi (y digo casi porque los espejos no lloran) que estuve a punto de echarme a llorar con desesperación porque creí que me iba a chafar. Por fortuna, no fue así.
            El ritual finalizó cuando Cien echó sobre mí unas cuantas especies, se puso de rodillas en el suelo, extendió los brazos hacia arriba, miró al cielo sin Luna ni estrellas, invocó a varios dioses (Marte[2] y Venus[3], creo que dijo) y gritó con la voz más potente que jamás había oído:
-¡Temido Marte! ¡Hermosa Venus! ¡Que mi objetivo de hacer de este objeto un espejo mágico se haya cumplido! ¡Oh, dioses!
            Yo iba... bueno, ya se lo pueden imaginar. No saben ustedes lo sucio que iba de haber sido untado en mejunjes una y otra vez, lo mojado que iba de tanto líquido. La cabeza me daba vueltas, quizás de tantas agitaciones.
            Cien me cogió y me secó con lentitud. Ya no me soltó.
            Sentí que algo dentro de mí me iba transformando. ¿Qué me estaba pasando? Tenía la sensación de que ideas que los humanos no podían transmitirme llegaban de forma gradual a mi cabeza. Podía ver el mundo con mayor claridad que antes. ¡Con mayor claridad que antes! ¡Cielos!
            Ahí me di cuenta de que había cobrado vida y que los humanos eran conscientes de mi presencia. Sólo tenía un problema y era que mi cabeza estaba llena de dudas, dudas que debía resolver y que daba por seguro que las respuestas me las iba a dar Cien.
            Entonces, me di cuenta de que un espejo no podía hablar. Naturalmente, me estoy refiriendo a un espejo normal y corriente, no a un espejo mágico, como ya lo era yo, claro que esto aún no había entrado en mi mente. Y me pregunté: entonces, ¿cómo iba a resolver mis dudas?
            Fue en ese momento cuando noté que me estaba pasando algo aún más raro que todo lo que había experimentado a lo largo de aquella extraña noche. Era un cosquilleo que subía por el mango y que recorría todo el cristal. Algo tenía atorado dentro de mí. Quería sacarlo y, durante unos minutos, no pude. Por primera vez, me pregunté qué era lo que había hecho Cien conmigo. Me asusté y emití un gruñido. Cien agrió su boca, llena de júbilo.
-¡Lo logré!- exclamó- ¡Es un espejo mágico! ¡Está lleno de vida!
- Lo estoy- confirmé.
            Al oír mi propia voz, volví a asustarme.
            Intenté calmarme. ¡Había hablado! Pero era imposible que me calmara. Que yo recordara, los espejos no hablaban. Claro que sólo hablaban los espejos mágicos y yo, hasta entonces, había sido uno normal, pero eso lo había dejado atrás. Era ya otro ser y aún no me lo podía creer.
            ¿Qué estaba pasando?
            Dirigí una mirada fulminante a Cien. Tenía que responder a todas mis dudas.
-¿Qué me ha pasado?- pregunté.
- Has cambiado- respondió Cien.
-¿En qué?- Empezaba a desesperarme y el mago no me estaba ayudando mucho.
- Antes, eras un espejo normal- me explicó -, ahora eres un espejo mágico.
            Con esas palabras, me di cuenta de lo que había hecho Cien conmigo. Supe lo que era yo desde aquel entonces y que aquel siniestro ritual había servido para crearme. Pero aún seguía teniendo dudas.
-¿Cuál es mi función?
- Tienes que hablar, puedes ver más allá de las paredes de una habitación y tu principal deber es ser sincero en las cosas que dices. Ahora, tienes el don de la sabiduría. Puedes ser el confidente de tus amos.
-¿Qué harán conmigo cuando me lleven al mercado?
- Serás vendido por mi hija Talía junto con los demás espejos, que son normales. Lo que ocurre es que es la primera vez que robamos en esta aldea, pero ya hemos operado en otros lugares.
-¿Se tiene alguna ventaja por el hecho de tener estos dones a la hora de ser vendido?
- Tienes la misma ventaja que un espejo normal y corriente. La magia no se ve a simple vista. Es algo que se descubre cuando estás a solas con tu amo.
            Se hizo un largo silencio. Yo no tenía más preguntas y Cien no tenía más respuestas. Pasados unos minutos, decidí romper el hielo y le pedí a Cien, al que consideraba ya como un segundo padre, que me hablara de él porque quería conocerle más. A él y a Talía.
- Mi vida es un misterio que no te puedo revelar- respondió- Tan sólo te diré que trabajo convirtiendo espejos vulgares en espejos mágicos.
            Tenía un tono de voz tan triste y tan melancólico que sentí pena por él.
- Entonces, ¿no te volveré a ver?- pregunté.
- De esta manera no- respondió Cien- Pero mi hija Talía y yo pensamos en volver a casa de tu amo para hacer con tus compañeros lo mismo que hemos hecho contigo. Puede que vaya yo o puede que vaya Talía o puede que vayamos los dos, eso ya se verá.
            Por aquellos instantes, creí que el ritual en el que había participado había acabado, pero me equivocaba de cabo a rabo.
- Tú- continuó hablando Cien- serás invocado a través de una frase mágica que sólo conoce mi hija Talía. Ella también es la única que conoce la forma de que tus poderes desaparezcan definitivamente. Yo sólo conozco la manera de que adquieras de nuevo el aspecto de un espejo normal.
            Intenté decirle que no quería saberlo, pero no me dio tiempo. Cien sopló con fuerza en mi cara. Tenía mal aliento, recuerdo que apestaba a ajo. Noté cómo la voz que había adquirido se iba perdiendo en las profundidades de mi garganta. El cosquilleo que antes había sentido en el mango y en el cristal había desaparecido. Ahora sólo podía sentir, pensar, soñar e intuir.
            Cien me metió dentro del saco cuando recobré la apariencia de un espejo normal. Salimos de aquel sitio (creo que era el claro de un bosque que se hallaba a las afueras de la aldea donde vivía), volvimos a mi casa y me introdujo con sigilo en el lugar de donde me había sacado. Cien me agarró, me sacó del saco, me elevé por los aires y fui depositado en el mismo lugar donde estaba antes de que me robara. Acto seguido, desapareció sin despedirse siquiera.
            Amanecía y, al ver que estaba junto con mis hermanos, me pregunté si todo había sido un sueño.
            Nunca más volví a ver a Cien... Bueno, lo que se dice verlo... nunca lo vi bien. Estaba todo muy oscuro. Eso sí, pude oír su voz y era tan ronca que no se va a olvidar nunca mientras alguien no me rompa. Nunca más volví a escuchar a Cien.
            Jamás he revelado a ninguno de mis hermanos aquel horrible secreto. Nunca comenté aquello con ninguno de mis compañeros por varias razones. La principal de todas es que soy muy reservado. No me gusta nada que alguien se inmiscuya en mi vida privada. Soy tan reservado que no me gusta nada la idea de ir aireando mis cosas por ahí. Y después estaba el hecho de que estaba seguro de que no había ningún espejo mágico en la casa de mi padre además de mí. Sin embargo, doy fe de que después de mí hubo más espejos mágicos. Y tengo pruebas.
            Durante las noches que siguieron al ritual, pude oír ruidos y sentir  como si alguien se deslizara en la noche y agarraba a uno de mis hermanos. Yo, a veces, tenía miedo de que me tocase, pero, si ya me lo habían hecho, ¿cómo podían pensar en repetirlo? Y jugaba a adivinar si era Cien el que entraba o si era Talía.



[1] Sura hace referencia al hombre encargado de recoger las ganancias de ella y de otras compañeras cada noche y de vigilarlas para que cumplan con su trabajo y no se escapen, lo que es conocido como un proxeneta.
[2] Nombre romano que recibió el dios  griego de la guerra Ares.
[3] Nombre romano que recibió la diosa griega de la belleza y de la sexualidad Afrodita.

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