Aquí os traigo un nuevo fragmento de mi relato Historia de un espejo.
Deseo de corazón que os esté gustando esta historia un tanto peculiar.
Llegó el día en que nos llevaron a todos al mercado para que nos vendiera. Nos pusieron a todos unos encima de otros en una carreta, asfixiándonos, sin poder hablar ni respirar. Nos aburríamos como ostras. Lo único que podíamos hacer era pensar, intuir, soñar... En resumen, era como estar en casa de Draco, pero nos movíamos a raíz de los baches del camino y estábamos contentos (yo, por lo menos, lo estaba), porque por fin íbamos a entrar en acción apenas llegásemos.
Finalmente, llegamos a nuestro
destino. Nos esperaba una mujer que conocía ya a nuestro conductor. Pude intuir
que se besaban en las mejillas. Pero sólo lo intuí porque íbamos tapados con
una manta vieja. Era una costumbre de mi padre la de tapar su mercancía para
que nadie viese lo que transportaba. Lo agradecíamos, porque por aquel entonces
hacía mucho frío; era ya invierno.
El viaje que hicimos desde El Baño
hasta Roma duró una semana. A mí me extrañó un poco ya que se suponía que íbamos
al mercado de la aldea. ¡Qué tonto era! La gente de El Baño apenas cuidaba su
estética, cosa que sí hacían las personas de la capital del Imperio. Recuerdo
bien que, a veces, parábamos. El hombre que nos llevaba (nuestro padre nunca
viajaba fuera de la aldea porque quería estar cerca de Sura) aprovechaba el
tiempo para comer algo en alguna posada y dormir en ella. No recuerdo bien si
entramos con él en alguna ocasión o no, pero aún recuerdo el frío que pasé
junto con mis hermanos aquellas noches.
Recuerdo que el hombre que nos
llevaba trataba muy bien al caballo que tiraba de la carreta. No supe nunca el
nombre del caballo. Supongo que no era de mi incumbencia. Para guiarse mejor,
se subía a lo alto de los árboles para escudriñar el camino. Antes de hacerlo,
dejaba libre al caballo para que comiese. Desde la carreta, le oíamos comer y
confieso que sentí envidia de él porque podía comer y nosotros no. Recuerdo que
eran días de mucho sol. Sin embargo, soplaba todos los días una suave brisa que
agitaba el cabello de nuestro día y hacía que el calor y el Sol fueran muchos más
leves, por lo que nuestros cristales no quemaron ni la manta que nos cubría ni
la carreta donde íbamos en dirección a Roma. Todo esto lo digo basándome en
suposiciones, ya que nuestro guía casi nunca nos destapaba, excepto para echarnos
un vistazo. Deducía por su actitud que era un hombre triste. Pese a que le vi
poco, sí le vi que usaba una túnica corta de color rojo que dejaba sus muslos
al descubierto. Todos percibíamos el estado de ánimo de nuestro guía, incluso
el caballo.
-¿Has
comido bien?- le preguntaba en un tono que pretendía ser jovial y que era más
bien lastimero- Me alegro.
Llegamos justo a tiempo. Como ya he
dicho, nos recibió una amable mujer. Pude oír su voz.
-¡Llegáis
justo a tiempo, corazón!- exclamó, llena de alegría. Era una voz muy dulce. Pero
también era una voz sonora. Era una voz acostumbrada a gritar dado su oficio. Se
oyó nuevamente el susurro de un beso y yo pensé que se lo estaban dando en la
boca. Ella siguió hablando- ¿Me has traído lo que me prometiste?
- Sí,
aquí los tienes- respondió el hombre que nos traía.
Y destapó el trapo.
Me fijé bien en el físico del hombre
y de la mujer.
Ella era la mujer más atractiva que
había visto en mi vida, sin contar a Sura. E inteligente. Me pregunté como,
siendo así, era una simple vendedora de espejos. Caminó delante del hombre
hasta ponerse detrás del puesto. Me fijé en que tenía un paso fluido y
gracioso. Allí había colocados de manera ordenadas espejos de distintos
tamaños, algunos más grandes que yo. Pasó por allí una dama patricia que se
quedó mirando a la vendedora con envidia. Ella tenía más clase y elegancia que
muchas damas refinadas de la Corte. Llevaba puesta una túnica larga y blanca
que le llegaba a los tobillos que se sujetaba por un hombro, de corte sencillo
y cubría unos brazos (me imaginé que serían blancos, sin una sola peca) con un
chal de color negro azabache. Tenía el cuerpo esbelto y perfecto, como lo tenía
la mujer que posó para la escultura de la Venus de Milo.
Su cabello era de color rubio
dorado. Largo…Muy largo…
Noté que lo
tenía rizado y lo llevaba recogido en un moño holgado que amenazaba son
deshacerse. Le eché la misma edad que tenía Sura, aunque tal vez fuera un poco
menor: treinta años.
¿Podía tener esa edad? Yo la veía
muy joven. Quizás, no tenía treinta años.
La mujer mostraba al sonreír unos dientes tan blancos
y brillantes, tan impropios de una vendedora. Tenía los ojos del color
esmeralda más intenso que yo jamás había visto. Su piel la imaginaba al tacto
suave y había entorno a sus ojos unas arruguillas que la hacían aún más interesante.
Tenía el rostro más atractivo, hermoso y bien trazado que jamás había visto; un
rostro que sólo podía ser comparable al de la diosa más bella del Olimpo:
Venus.
Lo último que podía imaginarse
cualquiera era que fuera una vendedora de espejos. Parecía haber sido creada
para llevar una vida de lujo en la Corte del Emperador en vez de la que
llevaba. ¿Sería una dama patricia disfrazada de humilde plebeya?
Y estaba el hombre. Lo primero en lo
que me fijé fue en sus ojos de color negro y pensé que eran muy bonitos; eran
unos ojos bellos, que hubiera sido la palabra que mejor los hubiese definido,
con una mirada tan profunda que turbaría a cualquiera. Le sonreía con picardía
a la mujer y me fijé en que el trazado de su boca era severo. Era un hombre
alto. Era imponente. Tenía el porte de un patricio, aunque se dedicaba
principalmente al transporte. Tenía el pelo ya de color gris, un poco largo y que
se recogía en una torpe coleta. Deduje que debía de tener una edad parecida a
la de mi padre, pese a que estaba mejor conservado que él. Sí tenía unos rasgos
expresivos. La barba que cubría sus mejillas y su barbilla, aunque estaba mal
recortada, le conferencia más... presencia a su aspecto. Miraba a la mujer con
una ternura y una pasión que jamás había visto. Esto me dio a entender que
estaba enamorado de ella, pero no sabía si sus sentimientos eran correspondidos,
aunque algo me decía que la relación entre ellos era muy especial, tanto si eran
amigos como si eran amantes. Me fijé también en que el hombre tenía una voz
profunda y ronca. Tenía los brazos y las piernas firmes. Todo su cuerpo estaba
bien proporcionado y era esbelto, sin un kilo de más.
Ella le mirada arrobada, y pensé
que, tal vez, también estaba enamorada, pero que, por alguna razón, controlaban
sus emociones. Se besaban en las mejillas y se acariciaban el cabello con las manos
y con los labios, con una ternura que a mí me pareció increíble. Me pregunté en
si habrían pasado de los besos en las mejillas y en el pelo. Pensé en que era
un hombre comprensivo. Y también inteligente, pues había una chispa de
inteligencia en sus ojos negros. Y había amabilidad en su trato. Hacían buena
pareja; si el buen Draco y Sura no podían estar juntos, por lo menos éstos sí. Había
una atracción tan evidente entre ellos que era imposible pensar que sólo fueran
amigos. Había algo mágico en la forma que tenían de mirarse a los ojos, lo que
se dice vulgarmente como química. La
imagen de hombre triste que tenía nuestro guía cambiaba en presencia de la que
iba a ser nuestra vendedora. Algo me decía que necesitaban estar juntos. Sin
embargo, pasaba algo que les prohibía llevar a cabo ese sueño.
Pude ver como los demás vendedores
instalaban sus puestos al lado nuestro. Debía de ser por la mañana, muy
temprano, y el mercado aún no había sido instalado. La mujer iba a poner su puesto
en aquel mismo instante. Lo único en lo que pensé fue la suerte que habíamos
tenido de haber llegado a tiempo. Tenía deseos de empezar a ser útil desde ya.
Me pregunté si nuestra vendedora sabía que yo era un espejo mágico y si iba a
darme un trato de favor por ser especial.
Sin embargo, aquella mujer sencilla
con aspecto de dama patricia iba a darme unas cuantas sorpresas.
Oía perfectamente la conversación
que mantenían nuestro guía y la mujer. Charlaban de forma animada. En un
momento dado, la mujer dijo:
- Mi
padre me aseguró que los traerías...
Me sorprendió que una mujer con
cincuenta años tuviese un padre que estuviera vivo. Lo primero que hice fue
sentir lástima por ella y pensar que había perdido el juicio.
-¡Qué
pena!- me dije- ¡Una mujer tan amable y tan hermosa que esté loca! No hay duda
de que la muerte del padre de esta mujer la ha trastornado. ¡Pobre! Debían de
estar muy unidos...
-¡Claro
que no mentía!- exclamó nuestro guía- ¿Cómo puede mentir un ser tan noble como
lo es tu padre?
-¡Qué
bueno es!- pensé- Le sigue la corriente.
Pero el destino me tenía reservada
una sorpresa.
- Entonces,
los traes, ¿verdad?- inquirió la mujer.
- Sí,
los traigo- respondió nuestro guía- Aquí están los espejos mágicos que me
pediste.
¡Oh, Dios mío! ¡Aquel hombre y
aquella mujer sabían lo de los espejos mágicos! Deduje que tenían algo que ver
con Cien o con Talía. Según me enteré después, de los doscientos cuarenta
espejos que íbamos en la carreta, sólo treinta y dos de nosotros éramos espejos
mágicos. ¡Dios mío! No podía dejar de pensar en que no era el único espejo mágico
dentro de la carreta.
- Sin
duda alguna, puedo confiar en tu palabra- afirmó la mujer.
Nuestro guía me iba a dar otra
sorpresa:
- Los
negocios son los negocios, hermosa Talía- Esta vez vi como le daba un beso
corto, breve, en los labios a la mujer.
Talía, Talía... Aquel nombre me
sonaba de algo, pero, ¿de qué? A medida
que pude oír la conversación, me fui enterando de más cosas.
- Ha
sido un placer hacer negocios contigo, Talía, y con tu padre, el temerario Cien-
dijo nuestro guía.
¡Cien! Recordé la noche en la que Cien
me convirtió en un espejo mágico. Aquella noche me habló mucho acerca de su
hija Talía. Ella era la que me iba a vender. No sólo a mí, sino también a mis
otros hermanos, tanto si eran mágicos, como si eran normales. Lo recordaba, pero
no guardo un buen recuerdo de aquella noche. Pasé mucho miedo con los extraños
rituales que Cien realizó en mi persona. Claro que una noche como aquella no
era nada fácil de olvidar como uno piensa...
- No
es nada- afirmó Talía- Llevo años haciendo el mismo trabajo con mi padre.
Negociamos con fabricantes de espejos. Yo les prometo venderlos pregonando que
son los más originales que jamás se han visto. Entonces, entra en escena mi
padre, que es el que los vuelve mágicos.
- Cien
ya me avisó que había algunos que eran mágicos y que había otros que eran
normales. Pero... hay algo que me tiene confuso.
-¿Y
qué es?- preguntó Talía.
- Yo
no desconfío de tu palabra ni de la de tu padre, pero... – Vaciló. Era obvio
que estaba sumido en un mar de dudas. Nuestro guía se llamaba Marco y parecía
dudar de nuestra utilidad como espejos mágicos. No pude evitar sentirme
insultado.
-¿Dudas
ahora de nosotros, Marco?
- Verás,
yo soy muy escéptico y no creo nada en los espejos mágicos. Y no creeré en
ellos hasta que no me hagas una demostración de su funcionamiento como tal.
- No
te culpo, amigo mío. Todas las personas con las que hacemos el trato quieren
probarlos.
- Entonces...
- No
hay problema. Saca uno.
Cogió uno al azar. No sabía a
ciencia acierta lo que iban a hacerle, pero me puse a temblar por él. Intenté
calmarme. Quise convencerme de que no le iba a pasar nada, pero tenía tanto
miedo que me resultó imposible.
El tal Marco puso a mi hermano en
las manos de Talía con sumo cuidado. Sentí que un estremecimiento recorría todo
mi cuerpo.
-¿Cuál
es la forma que se emplea para invocar a la magia que hay dentro de este
espejo?- preguntó Marco.
- Tú
te miras en él, como haría con uno normal- respondió Talía- Sin embargo, tienes
que decir una frase: “Espíritu del espejo, lleno de bondad y sabiduría, muéstrame
tu rostro y da contestación a mis dudas”.
Al mismo tiempo que hablaba Talía,
me fijé en su brazo izquierdo, que se movía, mientras que sujetaba a mi hermano
con la mano derecha. Me di cuenta de que movía el brazo formando círculos. Su
voz era serena y firme a la vez, alegre y triste, a caballo entre la antipatía,
la apatía y la simpatía, con resquicios de misterio y melancolía.
Me quedé pasmado cuando un rostro
apareció en el cristal de mi hermano. Era de color verde, de forma cuadrada y
tenía los mofletes un poco sonrosados. Estaba envuelto en un fondo de color
negro, como si lo envolviese una nube de humo oscuro. Su imagen era,
francamente, tétrica.
Aquello me dejó sin respiración.
Lo que pasó a continuación lo
hubiera visto con los ojos bien abiertos si hubiese tenido casa. No sé cómo
estaría mi cristal, pero, de haber tenido rostro, seguramente tendría una
expresión de horror.
Acto seguido, juro que oí una voz
muy seria que salía, puedo jurarlo, del cristal de mi hermano.
Era su voz... ¡la primera vez que
oía hablar a un espejo!
-¿Qué
es lo que deseas saber, hermosa dama?- preguntó.
- Lo
que está pasando ahora, en cualquier punto del Imperio- respondió Talía.
- Veo
a gente bañándose en el río, disfrutando de una velada de poesía en el palacio
del Emperador, jugando, trabajando en el campo. Veo a la Emperatriz Helena
Drusila rezando. Veo a mujeres lavando la ropa y a hombres arando los campos.
Siguió hablando durante mucho más
tiempo, pero yo estaba tan sorprendido que no fui capaz de seguir escuchando.
Marco le escuchaba con los ojos desorbitados. Talía era la que sostenía el
espejo, pero la expresión de su rostro era serena y relajada. Se notaba que
estaba acostumbrada a oírlos hablar.
-¿He
saciado tu sed de curiosidad?- inquirió mi compañero.
- Sí,
eso era todo- respondió Talía. Acto seguido, empezó a mover el brazo izquierdo
de arriba abajo mientras decía: - Espíritu del Espejo, yo estoy satisfecha,
pues ya no tengo dudas. Retira tu rostro lleno de bondad y vuelve a dormitar.
Al instante, desapareció el rostro
verde que había en el cristal de mi hermano. Tras él desapareció el homo negro
y el cristal de mi hermano volvió a ser transparente, como cualquiera de los nuestros.
-¿Qué
te ha parecido?- preguntó Talía.
- Mentiría
si te dijera que no estoy maravillado- respondió un boquiabierto Marco.
-¿Seguimos
probando?
- No creo que sea una buena idea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario