Hoy, empiezo a subir mi relato Historia de un espejo.
Me gustaría poder sorprenderos con esta historia que se sale de la línea de lo que suelo escribir.
¡Me alegro de haberla terminado!
¡Hola! Soy un espejo y estoy elaborado de cristal. Como ya sabéis, el cristal viene del cuarzo, o sea, del bióxido de silicio, que es un mineral que puede ser de un color o de otro y puede ser también componente de roca. Lo que quiero decir es que no tengo ni padre ni madre, ni tengo apellidos, ni siquiera un nombre. Alguien especializado se encargó de fabricarme. A mí y a muchos otros como yo. La persona que me fabricó sí que puedo decir que es mi padre y también mi madre y los demás espejos son mis hermanos. Me agrada decir que no soy único. Ahora me llaman objeto, a secas, como si no fuera otra cosa. Se creen que no sirvo para nada. ¡Y mienten! Desde que tuve mi primera dueña en el siglo IV, muchos han sido los que se han mirado y se han vuelto a mirar una y otra vez en mí tantas veces que creo que he llegado a aborrecer sus rostros y sus quejas tontas.
-¡Ay,
que se me cae la toca!
-¡Ay,
que no puedo asistir al banquete despeinado!
-¡Ay,
que tengo un ojo morado!
-¡Ay,
que me ha salido un grano!
Pero no quiero hablar de eso. De
momento.
Soy un espejo normal, pero lo soy ahora.
Ahora.
Antes, no.
Sé que no me explico muy bien, pero,
verán, cuando aquella persona especializada en hacer espejos me creó, me hizo
de forma pequeña y ovalada. Hay espejos de varias formas y tamaños: grandes,
cuadrados, redondos... Yo salí, como ya dije, pequeño y ovalado.
Desde que fui creado, allá, por el
siglo IV de la era cristiana (me gusta mucho presumir de edad porque soy uno de
los espejos más antiguos que se conservan en la actualidad porque fui creado en
el año 312), desde el primer momento, yo ya sabía que había sido creado, junto
con mis hermanos, para ser vendido en un mercado (antes no había tiendas
modernas como las hay hoy) y que mi futuro dueño o mi futura dueña se pasaría
las horas muertas delante de mí, alabando su belleza física y con un ejército
de sirvientes y de doncellas retocando su aspecto.
Ignoraba cuando iba a salir al
mercado, pero estaba impaciente, ese era la verdad. Me imaginaba a mi nuevo amo
(un noble frívolo que siempre anda preocupado por si se ha hecho un rasguño en
la cara durante el combate o si le había salido un grano), o a una dama
obsesionada por ir siempre bien arreglada y con ropa elegante.
¡Dios!
Los recuerdos que tengo de donde fui
creado son más bien escasos. Estaban muchos espejos metidos en aquel oscuro y
pequeño lugar. Una vez a la semana, se llevaban espejos para ser vendidos. He sido testigo de cómo se
han llevado a hermanos míos para ser vendidos. Intuía que estaban contentos de
servir para algo. Allí, en aquel lúgubre sitio (hoy día es conocido como
almacén), nos íbamos amontonando. Fue un período horrible. Nadie hablaba ni se
miraba. Lo único que podíamos hacer era pensar, soñar e intuir.
Sobre todo lo segundo.
Los espejos podemos experimentar
sentimientos, pero, al no estar dotados con el don del habla, no podemos hablar
sobre nuestros deseos más ocultos. Yo soñaba con hablar con los humanos, con
exponerles mis pensamientos y mis opiniones con respecto a ellos, con decirles
si eran guapos o feos, que mirarse para verse las heridas o corregir un peinado
deshecho por el viento era una soberana estupidez...
Así muchas cosas.
Yo no tengo nada de intuitivo, pero
un día empecé a sospechar que muy pronto iba a ser vendido. Recuerdo que antes
de que sospechara aquello, varios de mis hermanos se amontonaban encima de mí.
Como era incapaz de decir algo, tenía que soportar aquello y sentí varias veces
que me asfixiaba. No podía respirar. Fue un período que duró mucho tiempo y que
fue tan horrible que prefiero no recordarlo.
Lentamente, con el paso de los meses
diría yo, noté (los espejos también pueden notar cualquier cambio que se
produzca en el ambiente) como el peso que sentía sobre mí iba descendiendo poco
a poco. Un día, noté como quitaban los últimos espejos que quedaban encima de
mí. Sentí una sensación de alivio y pude respirar a gusto, sin asfixiarme.
Recuerdo que, durante aquellos días que estuve solo, sentí muchas ganas de
empezar con mi humilde misión; también sentí ilusión, emoción y un millón de
sensaciones.
Una noche, antes de ser llevado al
mercado, ocurrió aquello que cambió para siempre mi vida y que marcaría mi
futuro. Verán, resulta que el hombre que me fabricó volvió a su casa, mi padre,
volvió a su casa y dejó cerrado aquel lugar. Si aquel sitio era oscuro por el
día, lo era aún más por la noche.
El caso es que oí un ruido y me
sobresalté. Pensé que era un ladrón. Había oído hablar mucho robos y de asaltos
a casas y a sitios como el taller de mi padre.
Luego, me tranquilicé. No era
cuestión de ponerme paranoico. Mi oído era, por aquel entonces, muy limitado.
Pensé que habría sido el viento, aunque aquella noche no soplaba ni una gota de
brisa.
Recordé una charla que mantuvo mi
padre con Sura. La recuerdo como una mujer que llevaba un vestido rojo muy
llamativo e iba pintarrajeada. Debía de tener unos cincuenta años ya largos y
era aún espectacular y hermosa. Vivíamos en una aldea situada a pocos kilómetros de Roma. Era una aldea
cuyo nombre en latín no me acuerdo, pero sí recuerdo su traducción a la lengua
romance: El Baño. Aún se creía allí en los dioses del Olimpo y en algunos
dioses romanos. A Sura la llamaban los vecinos ramera porque decían que se acostaba con los hombres por dinero.
Una forma muy suave de llamarla puta. Pero el caso es que Sura era muy amiga de
mi padre. Venía mucho por su casa. A mi padre lo recuerdo como un hombre de
unos sesenta años, aún atractivo y fuerte, a pesar de su edad, soltero y sin
más hijos que sus espejos.
Recuerdo que Sura era una mujer que
tenía el pelo largo y liso, color del cobre, un rojo muy intenso, y que llevaba
recogido malamente en un moño. Tenía los ojos muy claros, aunque no recuerdo
exactamente su color. Quizás…Sus ojos eran de color gris. Gris claro…Gris
oscuro…No se sabía a ciencia cierta. Era una mujer que tenía que mirar muy de
cerca y fijamente, casi a tientas, a la persona con la que hablaba porque se
decía que era miope. Habían aparecido en su rostro varias arrugas que ella
pretendía disimular echándose kilos de pinturas, aunque, cuando estaba al
natural era más guapa que cuando se preparaba para ir a la taberna. Mi padre
solía definirla como una mujer muy seria. Un poco fría. Controlada en sus
sentimientos. Lo había pasado muy mal en la vida. El hombre que la explotaba
como prostituta también la maltrataba.
De un tiempo a aquella parte, Sura
se emborrachaba todos los días con vino en la taberna, pero siempre lo hacía al
mediodía. El camarero, un tal Talos, que era de origen griego, le servía todo
cuanto le pedía, pero temía a su explotador. Por lo visto, el hombre controlaba
a otras mujeres, aparte de Sura, y odiaba verlas borrachas. Era un hombre
violento y solía emplear el látigo contra ellas. Sura lucía una amplia gama de
latigazos en la espalda por lo que pude ver en varias ocasiones. Mientras bebía vino, ella le hacía
confidencias a Talos porque era un hombre discreto y porque no quería ir a casa
de mi padre estando ebria. Sura decía que su hombre obligaba a niñas de entre
diez y doce años a acostarse con hombres de más de setenta años todas las
noches y temía que hiciera lo mismo con
su propia hija, una niña de corta edad que había trabado una amistad muy buena
con la amiga de mi padre.
- Draco
insiste en que me case con él, pese a que no nos amamos; y todo porque quiere
retirarme de esta mierda de vida que llevo en este asqueroso lugar- le comentó
en una ocasión Sura a Talos.
Mi padre tenía un alma cristiana
pese a que era pagano en una aldea que tenía un alto índice de cristianos
convertidos, y tenía la intención de salvar a su amiga de las garras del ogro.
-
Nodux se enfadará mucho contigo si te casas con Draco, porque el matrimonio
significa abandonar esta vida y sólo fornicar con tu marido; y tú eres la
favorita de Nodux y de los clientes de este tugurio- afirmó Talos.
-
Tú no sabes el Infierno que estoy viviendo al lado de ese miserable que se cree
que soy de su propiedad- contestó Sura.
-¡Le
odio!
Sura bebió un largo trago de su vaso
de vino y eructó.
Sé, porque oía a mi padre murmurar
sobre ello una y otra vez, que el terror era lo único que ataba a Sura con
Nodux. Tengo la sospecha de que ella venía a nuestra casa a escondidas, porque
siempre aparecía con el rostro y el cabello cubierto con un velo para evitar
que la gente la reconociera.
-
Hay gente que viene a este mundo a sufrir y a padecer y yo, tras vivir en un
ambiente de miseria, con un padre que me maltrataba y dos hermanos que abusaban
sexualmente de mí, creo que terminaré muriendo como una puta pobre, vieja y
fea- se lamentó Sura.
El vino le estaba haciendo efecto de
una manera más rápida de lo habitual. Nodux había castigado a las chicas a
estar varios días sin comida y eran varias las que habían caído enfermas.
-
Pero es posible que a ti te levante el castigo antes; todo el mundo comenta
que, de una manera rara y retorcida, Nodux está completamente enamorado de ti-
comentó Talos.
La idea de que el proxeneta
estuviera enamorado de ella hizo que el estómago de Sura se revolviera de asco.
Se sirvió más vino en el vaso y se lo bebió todo de un trago, procurando no
pensar demasiado. El rumor de que Nodux estaba enamorado de ella no era nuevo,
pero, ¡gracias a Júpiter!, nunca la había obligado a acostarse con él. Sura
odiaba con toda su alma a aquel hombre tan miserable que, no sólo la maltrataba
a ella, sino que también se ensañaba con su mujer y con su hija. La niña se
llamaba Luna Primavera. Oí rumores de que Sura no podía tener hijos, un castigo
de los dioses, decían. Se podía decir que ejercía de segunda madre con la niña.
Sé de buena tinta que Sura había
intentado huir en diversas ocasiones del lado de Nodux, pero era una tarea
imposible porque siempre acababa encontrándola. Debo de decir que le cogí
cariño a la amiga de mi padre porque era una mujer que, pese a su tragedia
vital, era amena y locuaz. De haber podido, le habría suplicado a los dioses
que tuvieran compasión de ella. Lo estaba pasando realmente mal al lado de
Nodux. De haber podido hablar, le habría suplicado a mi padre que la cogiera en
una de sus visitas y subieran a bordo de algún barco con destino a Hispania
para rescatarla de Nodux.
Un día, Sura se presentó en casa.
Saludó a mi padre con dos besos en las mejillas y se fueron a dar una vuelta
por el bosque, como era su costumbre. A mí me dio pena porque deseaba ir con
ellos, disfrutar del aire puro que se respira fuera de casa y ver cómo era el
bosque (no iban a la aldea porque mi padre no quería que los vecinos los
criticaran). Me imaginé cómo sería una conversación entre ellos mientras
paseaban porque Sura tenía un timbre de voz muy sensual. A pesar de todo lo que
dijeran de ella, debo de admitir que apenas se entretenía retocando su aspecto
y pasando las horas muertas mirando cómo su imagen se veía reflejada en mía. No
voy a entretenerme haciendo un dibujo sobre el aspecto físico de Sura, pero
debo de decir que ella ha sido la única mujer cuya belleza, a pesar de las
pinturas que debía de llevar por su profesión, ha valido la pena que se viera
reflejada en mí.
-
Hace un día precioso.
-
Con tu presencia se hace aún más hermoso.
-
Eres un maldito adulador, Draco, ¿lo sabías?- ¿He mencionado que el nombre de
mi padre era Draco?
-
Sólo digo la verdad.
-
Aún consigues que me ruborice.
-¿En
serio?
-
Eres un ser muy especial, Draco.
-¿Por
mi nombre?
-
Por tu nombre y por todo; eres distinto.
-
No todos los hombres son malos.
Hasta que volvían a casa podían
transcurrir horas y, como no podía moverme de donde estaba ni hablar con mis
hermanos, el tiempo se me hacía eterno y, puedo jurarlo, me aburría
desesperadamente y deseaba el retorno de mi padre y de Sura.
Cuando volvieron a casa, tomaron
asiento en el banco que había al lado de la mesa de la sencilla cocina. Mi
padre cogió dos vasos de barro y una jarra de vino también de barro, los llenó
hasta los bordes, le dio a Sura uno y él se quedó con el otro.
-
¡No me puedo creer lo que me has dicho!- comentó mi padre en tono de
incredulidad.
-
¡Juro por Dios que es verdad!- insistió Sura.
-
Pero el palacio de nuestro señor... atacado por unos... ladrones...
-
Increíble.
-
Pero cierto.
-
Escuché una conversación entre dos de mis vecinas.
-¡Ah!
Son ese par de cotorras que sólo saben meterse en las vidas ajenas.
-
Escuché que, anoche, nuestro señor dio cobijo a un grupo de viajeros que se
encargó de amordazar a todo el mundo, de amenazarlo y de llevarse todos los
objetos de valor.
-
Te estarían tomando el pelo.
-
La gente de la aldea no bromea con en estos asuntos.
-¿Y
eso?
-
Tienen tan poco...
-
Creo que me moriría si alguien me robara uno de mis espejos.
Vi como Sura cogía una de las manos
de mi padre, se la llevaba a los labios y se la besaba con una ternura que, de
buena gana, me hubiera hecho llorar.
-¡No
digas eso!- le pidió.
-
Cuéntame cómo fue el robo- le pidió mi padre a su vez.
-
No sé mucho, tan sólo lo que le he oído decir a las vecinas de mi calle y poco
más- Vi como Sura tomaba un largo trago de vino.
-
Es que el castillo de nuestro señor parece tan... inexpugnable- definió mi
padre.
-
Pero, por lo visto, hay gente lista: alguien se coló en el castillo haciéndose
pasar por un sirviente nuevo y no fue fácil ganarse la confianza de alguna
criada diciéndole cuatro tonterías para llevarle hasta los lugares donde
estaban sus tesoros- le explicó Sura.
-¿Y
qué me dices de los viajeros que llegaron anoche al castillo?
Sura se encogió de hombros mientras
mi padre bebía un trago de su vaso de vino.
-
Probablemente era el resto de la banda... no sé... - dudó.
-
¿Sospechas de alguien en particular?- le preguntó mi padre.
-
De mi hombre.[1]
-
Comprendo.
Vi como la mano de Sura temblaba al
coger su vaso para llevárselo a los labios.
-
Es el único ser de la aldea que se me ocurre capaz de llevar a cabo un plan tan
perfecto- comentó. Mi padre la miró fijamente y ella le hurtó la mirada.
-
Comprendo- repitió mi padre.
-
Es un granuja, un mal hombre, pero es muy inteligente, muy hábil y muy astuto;
sobre todo a la hora de obligarnos a que realicemos nuestro trabajo- le explicó
Sura con voz dolorida.
-
Comprendo- repitió mi padre por tercera vez.
La conversación derivó hacia las súplicas
que le hizo mi padre a Sura para que abandonase su trabajo y se casara con él.
No la amaba, pero la quería como a una hermana y quería protegerla de aquel a
quien llamaba su hombre. Sura tampoco
lo amaba, pero agradecía su oferta, aunque le tenía tanto miedo a aquel tipo
que no quería abandonarlo.
- Sura,
¿por qué no nos casamos? Tú y yo nos llevamos bien y podríamos ser felices
juntos.
-
Porque tú no me amas, Draco, y yo tampoco te amo. No saldría bien.
-
Pero abandonarías tu trabajo y a ese mal hombre... ¡No puedes seguir así!
-
Es lo único que sé. Además, en este trabajo no está obligado nadie a concebir
un hijo y dentro del matrimonio sí. Yo ya no estoy capacitada para ser madre.
¡Soy demasiado vieja!
-
Nunca me hicieron gracia los niños. Estoy seguro de que sería un padre
desastroso. Un matrimonio no necesita tener un hijo para demostrarse que se
ama, Sura.
- A
mí siempre me gustaron los niños. Sé lo que se siente al ser madre y deseo
llevar a cabo, en esta ocasión, la tarea de criarlo, aparte de darle la vida, Draco.
-
Si no quieres casarte conmigo, al menos, deja tu trabajo.
-
No puedo. Ese hombre sabe que su esposa es amiga mía y que yo le he cogido
mucho cariño a la niña que tienen ambos. Me ha amenazado con hacerles daño. ¡No
quiero que les pase nada!
-¿Podrías
pensártelo al menos?
Dejé de pensar en el asunto de Sura
para centrarme en el robo. Pasaron varios días y no podía estar tranquilo.
Temía que alguien entrara a robar a casa de mi padre. Éste no solía atrancar la
puerta alegando que no tenía miedo porque no poseía ningún objeto de valor,
pero los espejos estaban considerados como un artículo de lujo y, por lo tanto,
algún valor teníamos, lo cual me ponía los pelos de punta. Empecé a vivir en un
estado de permanente psicosis, asustándome ante cualquier ruido que oía,
especialmente de noche; y la conversación que oí un día entre dos vecinas de mi
padre en la calle no sirvió para paliar mis mermados nervios.
-
Le he pedido a mi marido que entierre nuestros anillos de bodas en el bosque.
-
Desde que robaron en el castillo de nuestro señor, las cosas han cambiado.
-
Antes dormía con la ventana abierta. Ahora, está tapada por madera y temo que,
cuando llegue el verano, nos asfixiemos.
-
Ahora, dormimos todos en la misma cama. Los niños están aterrorizados y, lo
confieso, yo también.
-¿Y
quién no? Mi marido y yo dormimos con un cuchillo, por si alguien entra a
robarnos.
-
Tenemos muy poco y no lo queremos perder.
-
Nuestro señor se puede permitir el lujo de perder algunas joyas. Él es rico y
esas cosas se reponen. ¿Y quién repone las cosas que podríamos perder?
-¿Lo
dices por el dinero?
-
No. Por el cariño que le tenemos.
Mi miedo se convirtió a partir de
ahí en auténtico pánico y yo no sabía hasta qué punto iba a cambiar mi vida.
Como ya saben, yo iba para ser un
espejo como otro cualquiera. Faltaba poco tiempo para ser llevado al mercado.
Aquella inolvidable noche, el cuarto estaba muy oscuro como de costumbre. Mi
padre llevaba ya rato acostado cuando, de pronto, oí un ruido y me sobresalté.
Pensé que sería el hombre de Sura.
Venía a robar a uno de nosotros como represalia contra mi padre por ser amigo
de Sura. A la luz de la luna, vi a un hombre de largas barbas, pelo gris largo
por detrás y con una pronunciada calva que estaba despeinado, la tez sucia y
una larga túnica de color azul marino, vieja y remendada por los codos. Le pedí
a Dios que fuera por el dinero. Pero en casa había muy poco dinero. El mayor de
mis temores se convirtió en una espantosa realidad cuando, y de forma tonta,
hice la siguiente reflexión.
-
Un ladrón siempre busca dinero, pero esta es una casa llena de espejos y mi
padre apenas tiene dinero y no tiene ningún objeto de valor. Entonces, ¿qué
hace aquí?
De haber podido, me habría echado a
llorar de terror. No temía por mí, sino por mis hermanos.
Le oí sonarse los mocos y pude ver,
a la luz de la luna, sus dientes negros como el cielo nocturno. La túnica
estaba sucia. Mi principal teoría fue que cogería a uno de nosotros y se lo
llevaría consigo para verse en él. No tenía interés en que el hombre de Sura quisiera robarnos para
mirarse en nosotros. Quise sentir alegría por mis hermanos. Por fin, uno de
nosotros iba a empezar a funcionar y no tendría que esperar a que alguien lo
comprara. A nuestros oídos habían llegado rumores de que se podía tardar días,
semanas, meses e, incluso, años en ser vendido. Total que, gracias a esa
asquerosa persona uno de nosotros se libraría de ese calvario de esperar,
esperar eternamente.
De repente, noté como una mano me
agarraba y me elevaba lentamente hacia arriba. Juro que me asusté mucho. No se
me había pasado por la cabeza que el escogido podría ser yo.
Salimos de casa de mi padre mi nuevo
amo y yo. Cruzamos a paso lento toda la aldea y seguimos caminando. Para
tranquilizarme, repetía una y otra vez que iba a mi nuevo hogar. Todo estaba
más oscuro que de costumbre porque, cuando salimos de la aldea, mi nuevo amo me
metió dentro de un saco donde había hierbas y palos de madera.
Yo soy, por si no lo he explicado
antes, un espejo de mano. Soy pequeño y de forma ovalada. Tengo un mango y
puedo ser sostenido por una sola mano para que la persona que quiera se vea
reflejada en mí.
De repente, noté que nos parábamos.
El saco lo llevaba al hombro y me sobresalté cuando noté que lo bajaba. Una de
las manos de mi nuevo amo abrió el saco, la metió y tanteó entre las cosas que
allí había hasta que, por fin, me agarró. Salí de forma cuidadosa del saco y me
elevé por los aires hasta que sentí que mi cuerpo descendía con lentitud y me
ponían en el suelo (digo que era el suelo porque era un sitio muy duro). Ahí sí
que no pude seguir disimulando mi terror. ¿Qué era lo que iba a hacerme aquel
sujeto?
De pronto, oí una voz ronca y
masculina que me sacó de mis dudas. Era la voz de aquel hombre, del desconocido
que me había robado.
-
Soy el mago Cien- dijo -, creador de espejos mágicos. Te escojo a ti para ver
más allá del mundo, para hablar y poder comunicarte con los humanos.
Siguió hablando durante mucho rato,
pero yo ya no podía escucharle porque tenía la mente puesta en otra parte. Sus
palabras me habían dejado helado. ¿Qué quería decir aquel individuo? ¿Qué me
iba a pasar? Fuera lo que fuera, tenía la sensación de que no me iba a gustar
nada.
Lo peor fue cuando empezó a echarme
por encima una especie de líquido brillante y viscoso y pronunció unas palabras
en un idioma que yo no pude entender. Era noche tan oscura como calurosa y ese
líquido era tan refrescante que alivió el gran calor que sentía.
Lo que yo ignoraba era que estaba
formando parte de un ritual en el que me convertía en un espejo mágico. ¡Qué
inocente era en aquel entonces!
Divisé unas luces muy potentes que
se meneaban de forma rápida. Quedé como cegado y pude oír los gritos que
lanzaba el tal Cien. Acto seguido, golpeó el suelo con unas piedras que cogía y
tiraba a mi alrededor. Temí que alguna de esas piedras llegara a golpear mis
cristales, aunque no ocurrió eso por fortuna.
El ritual siguió. Recuerdo bien que
aquella noche no soplaba ni una pizca de aire, pero sentí que una brisa fresquita
recorría mi cuerpo. Cien agitaba en el aire dos de las ramas que había en su
saco. A continuación, sacó un cuchillo y me asusté, aunque, por inercia sabía
que, dependiendo de su caída, me rompería o no. Pero no ocurrió eso. Recorrió
varias veces mi cuerpo con el filo del cuchillo de forma lenta.
Luego, sentí varios ruidos: gemidos,
risas, gritos, lloros... Unos eran muy fuertes y los otros eran muy bajos. La
mano de Cien me agarró y me elevó por los aires. Intenté ahí relajarme, pero me
era imposible porque estaba demasiado asustado.
Cien me agitó de arriba abajo, de
derecha a izquierda, se hizo viento conmigo y me pasó de una mano a otra. Unas
veces era más rápido; otras veces era más despacio. Acabó dándome vueltas
completas de manera muy rápida.
Cuando volvió a depositarme en el
suelo, iba yo mareado. No recuerdo el resto del ritual. Sólo recuerdo que sentí
que me metía dentro de un saco más pequeño que el primero y que me agitaba con
fuerza. Empecé a rezar y a pedirle a Dios que hiciera que aquel ser acabara
enseguida. No quería formar parte de aquel extraño ritual, pero, evidentemente,
el tal Cien no pidió ni quiso mi opinión. Y en mi situación no podía mover ni
un músculo.
Dios se apiadó de mí y escuchó mis
plegarias. Al cabo de un rato, el ritual acabó. Cien me había untado con
mejunjes y líquidos, había pasado varios papeles por encima de mí y me había
puesto en una ocasión boca abajo, pasando su mano con lentitud, casi
deslizándose, sobre mí. Ahí sí que casi (y digo casi porque los espejos no
lloran) que estuve a punto de echarme a llorar con desesperación porque creí
que me iba a chafar. Por fortuna, no fue así.
El ritual finalizó cuando Cien echó
sobre mí unas cuantas especies, se puso de rodillas en el suelo, extendió los
brazos hacia arriba, miró al cielo sin Luna ni estrellas, invocó a varios
dioses (Marte[2] y Venus[3],
creo que dijo) y gritó con la voz más potente que jamás había oído:
-¡Temido
Marte! ¡Hermosa Venus! ¡Que mi objetivo de hacer de este objeto un espejo
mágico se haya cumplido! ¡Oh, dioses!
Yo iba... bueno, ya se lo pueden
imaginar. No saben ustedes lo sucio que iba de haber sido untado en mejunjes
una y otra vez, lo mojado que iba de tanto líquido. La cabeza me daba vueltas,
quizás de tantas agitaciones.
Cien me cogió y me secó con
lentitud. Ya no me soltó.
Sentí que algo dentro de mí me iba
transformando. ¿Qué me estaba pasando? Tenía la sensación de que ideas que los
humanos no podían transmitirme llegaban de forma gradual a mi cabeza. Podía ver
el mundo con mayor claridad que antes. ¡Con mayor claridad que antes! ¡Cielos!
Ahí me di cuenta de que había
cobrado vida y que los humanos eran conscientes de mi presencia. Sólo tenía un
problema y era que mi cabeza estaba llena de dudas, dudas que debía resolver y
que daba por seguro que las respuestas me las iba a dar Cien.
Entonces, me di cuenta de que un
espejo no podía hablar. Naturalmente, me estoy refiriendo a un espejo normal y
corriente, no a un espejo mágico, como ya lo era yo, claro que esto aún no
había entrado en mi mente. Y me pregunté: entonces, ¿cómo iba a resolver mis
dudas?
Fue en ese momento cuando noté que
me estaba pasando algo aún más raro que todo lo que había experimentado a lo
largo de aquella extraña noche. Era un cosquilleo que subía por el mango y que
recorría todo el cristal. Algo tenía atorado dentro de mí. Quería sacarlo y,
durante unos minutos, no pude. Por primera vez, me pregunté qué era lo que
había hecho Cien conmigo. Me asusté y emití un gruñido. Cien agrió su boca,
llena de júbilo.
-¡Lo
logré!- exclamó- ¡Es un espejo mágico! ¡Está lleno de vida!
-
Lo estoy- confirmé.
Al oír mi propia voz, volví a
asustarme.
Intenté calmarme. ¡Había hablado!
Pero era imposible que me calmara. Que yo recordara, los espejos no hablaban.
Claro que sólo hablaban los espejos mágicos y yo, hasta entonces, había sido
uno normal, pero eso lo había dejado atrás. Era ya otro ser y aún no me lo
podía creer.
¿Qué estaba pasando?
Dirigí una mirada fulminante a Cien.
Tenía que responder a todas mis dudas.
-¿Qué
me ha pasado?- pregunté.
-
Has cambiado- respondió Cien.
-¿En
qué?- Empezaba a desesperarme y el mago no me estaba ayudando mucho.
-
Antes, eras un espejo normal- me explicó -, ahora eres un espejo mágico.
Con esas palabras, me di cuenta de
lo que había hecho Cien conmigo. Supe lo que era yo desde aquel entonces y que
aquel siniestro ritual había servido para crearme. Pero aún seguía teniendo
dudas.
-¿Cuál
es mi función?
-
Tienes que hablar, puedes ver más allá de las paredes de una habitación y tu
principal deber es ser sincero en las cosas que dices. Ahora, tienes el don de
la sabiduría. Puedes ser el confidente de tus amos.
-¿Qué
harán conmigo cuando me lleven al mercado?
-
Serás vendido por mi hija Talía junto con los demás espejos, que son normales.
Lo que ocurre es que es la primera vez que robamos en esta aldea, pero ya hemos
operado en otros lugares.
-¿Se
tiene alguna ventaja por el hecho de tener estos dones a la hora de ser
vendido?
-
Tienes la misma ventaja que un espejo normal y corriente. La magia no se ve a
simple vista. Es algo que se descubre cuando estás a solas con tu amo.
Se hizo un largo silencio. Yo no
tenía más preguntas y Cien no tenía más respuestas. Pasados unos minutos,
decidí romper el hielo y le pedí a Cien, al que consideraba ya como un segundo
padre, que me hablara de él porque quería conocerle más. A él y a Talía.
-
Mi vida es un misterio que no te puedo revelar- respondió- Tan sólo te diré que
trabajo convirtiendo espejos vulgares en espejos mágicos.
Tenía un tono de voz tan triste y tan
melancólico que sentí pena por él.
-
Entonces, ¿no te volveré a ver?- pregunté.
-
De esta manera no- respondió Cien- Pero mi hija Talía y yo pensamos en volver a
casa de tu amo para hacer con tus compañeros lo mismo que hemos hecho contigo.
Puede que vaya yo o puede que vaya Talía o puede que vayamos los dos, eso ya se
verá.
Por aquellos instantes, creí que el
ritual en el que había participado había acabado, pero me equivocaba de cabo a
rabo.
-
Tú- continuó hablando Cien- serás invocado a través de una frase mágica que
sólo conoce mi hija Talía. Ella también es la única que conoce la forma de que
tus poderes desaparezcan definitivamente. Yo sólo conozco la manera de que
adquieras de nuevo el aspecto de un espejo normal.
Intenté decirle que no quería saberlo,
pero no me dio tiempo. Cien sopló con fuerza en mi cara. Tenía mal aliento,
recuerdo que apestaba a ajo. Noté cómo la voz que había adquirido se iba
perdiendo en las profundidades de mi garganta. El cosquilleo que antes había
sentido en el mango y en el cristal había desaparecido. Ahora sólo podía
sentir, pensar, soñar e intuir.
Cien me metió dentro del saco cuando
recobré la apariencia de un espejo normal. Salimos de aquel sitio (creo que era
el claro de un bosque que se hallaba a las afueras de la aldea donde vivía),
volvimos a mi casa y me introdujo con sigilo en el lugar de donde me había
sacado. Cien me agarró, me sacó del saco, me elevé por los aires y fui
depositado en el mismo lugar donde estaba antes de que me robara. Acto seguido, desapareció sin despedirse siquiera.
Amanecía y, al ver que estaba junto
con mis hermanos, me pregunté si todo había sido un sueño.
Nunca más volví a ver a Cien...
Bueno, lo que se dice verlo... nunca lo vi bien. Estaba todo muy oscuro. Eso
sí, pude oír su voz y era tan ronca que no se va a olvidar nunca mientras
alguien no me rompa. Nunca más volví a escuchar a Cien.
Jamás he revelado a ninguno de mis
hermanos aquel horrible secreto.
Nunca comenté aquello con ninguno de mis compañeros por varias razones. La principal
de todas es que soy muy reservado. No me gusta nada que alguien se inmiscuya en
mi vida privada. Soy tan reservado que no me gusta nada la idea de ir aireando
mis cosas por ahí. Y después estaba el hecho de que estaba seguro de que no
había ningún espejo mágico en la casa de mi padre además de mí. Sin embargo,
doy fe de que después de mí hubo más espejos mágicos. Y tengo pruebas.
Durante
las noches que siguieron al ritual, pude oír ruidos y sentir como si alguien se deslizara en la noche y
agarraba a uno de mis hermanos. Yo, a veces, tenía miedo de que me tocase,
pero, si ya me lo habían hecho, ¿cómo podían pensar en repetirlo? Y jugaba a
adivinar si era Cien el que entraba o si era Talía.
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